El medallón de oro
Ella aparecía como si fuera la elegancia personificada entre los adustos anaqueles repletos de libros de la Biblioteca Central. Era esbelta, con un aire de distinción aprendido en alguna academia de ballet para adolescentes, sin embargo, su edad la hacía ver serena y lo obscuro de su vestuario parecía anunciar una dignidad que jamás sufrió una fisura. Ella comentaba en sus momentos de intimidad que había sido muy pretendida por jóvenes hijos de familias de alcurnia, y algunos con muchas posibilidades políticas
o económicas, y mencionaba a dos o tres que ya eran figuras públicas, cuando se permitía expresar sus nostalgias que tenían matices de una juventud marchita, que sucumbió a las presiones de los holocaustos patriarcales de la época en que en Guanajuato los matrimonios eran concertados por las cabezas de familia.
Su aire de distinción resaltaba portando un camafeo de marfil exquisitamente labrado con la efigie de una reina egipcia, que dijo haber recibido como obsequio de uno de sus pretendientes que tuvo la oportunidad
de viajar a las lejanas tierras del norte de África. Era muy digna de aprecio, porque sus pláticas eran perlas de sabiduría, ya que había leído las biografías de hombres y mujeres que como regentes habían dado rumbo al mundo; y sabía aplicar las decisiones de aquellos ilustres personajes a la vida de las jóvenes que le tomábamos alguna opinión o le solicitábamos un consejo. Yo aprendí a quererle, y vi con el paso del tiempo como la ancianidad le iba tomando sin sorpresa llevándola de la mano a una decrepitud salpicada de olvidos.
La encontré en una joyería de los bajos de la Basílica, donde ella agradeció los servicios a quien le había reparado y engarzado aquellos accesorios que la habían hecho lucir años atrás. Después del saludo, ella me mostró con alegría aquel bolso que contenía sus preciados tesoros, y le dije sin menoscabo de sinceridad, que ella era una señorita muy linda y le seguía deseando salud y bienestar, porque habíamos dejado de ser compañeras de trabajo de la biblioteca, ella por la jubilación, y yo por un camino profesional que me llevó fuera de las maternales aulas de la Universidad.
Pasando un tiempo la volví a encontrar en una de las callejas céntricas de la ciudad, cuando la tarde rociaba sus brisas de verano bajo un cielo color heliotropo, que rápidamente se tornaba en grises nubarrones. Nos refugiamos en el pórtico de un restaurantito del callejón del Truco. Ella lucía distinta, su ropa no tenía la tersura de siempre, no portaba el camafeo de marfil, y se protegió de la lluvia con una boina de felpa, no portaba aquel paraguas de punta y puño de plata. Me dio la impresión de que estaba más sola que nunca, y me atreví a preguntar si ya no le brindaba servicios domésticos aquella fiel señora de otros ayeres.
Ella, con tono de conmoción y acercándose a mi oído, me dijo que la había despedido porque le tomó sus joyas. Le recordé que efectivamente ella las tenía y me las había mostrado:
–Ah!, recordé que fueron aquellas joyas en las que abundaba la bisutería, pulseras con una gran moneda colgando, aretes de piedras preciosas a los que solo faltaba alguna piedras o engarce, o collares de perlas, y dos o tres piezas que tenían más valor estimativo que real. Ella, como si hubiera encontrado una oportunidad de recuperar sus joyas, me dijo que entrevistara a aquella mujer para convencerla de la devolución. Le dije que yo iría a su casa para que me proporcionara el domicilio de la ex fámula para hacerle una visita; eso se lo dije solo por decir, pero la visita si la hice efectiva unos días después.
Aquella casa que había deslumbrado mi vista con sus limpios cortinajes, las porcelanas, y aquel reloj que nítidamente tocaba el Ave María a las doce del día, ya no era la misma; polvo, silencio y abandono eran la nota sostenida en todo el lugar. Ella daba pasos trémulos porque no gozaba de la movilidad de antaño, y me ofreció un té, el cual acepté por cortesía, y me apresuré a prepararlo yo misma para evitarle esfuerzos gratuitos a su fatigada persona. De pronto se quejó de mucho frío en las piernas, le dije que le acercaría un lienzo para cubrirla, y me dio instrucciones donde hallar unas medias de lana; sin embargo, en los cajones había tazas con residuos de un chocolate o café bebido tiempo atrás, y cuanto quise hallar había perdido ubicación. La brújula le había jugado una mala treta a la mente de mi amiga, y el viento de los años había movido de sito todas las cosas; así que, cuando fui a la pequeña despensa a buscar el azúcar para endulzar el té, me encontré con lo que parecía una pequeña almohada que me desconcertó por estar entre pimenteros y hojas aromáticas para sazonar los guisos. Al abrir la boca de la pequeña funda vi que se trataba de aquellas joyas que mostró tiempo atrás. Con alegría le pregunté:
–¿No son acaso estas sus joyas que usted ha venido buscando?
Entonces ella con mirada de asombro las revisó una a una y tomando el medallón pequeño de oro con una
imagen faraónica se la puso sobre el pecho, y recobrando aquel aire de arrogancia dijo:
–¡Oh,sí!, ahora podré gozar a plenitud del vals Sobre las olas, y estar a la altura de la señora del gobernador
en la próxima tertulia a la que acudiré cuando sea la apertura de la Presa de la Olla.
Su reloj se movió hacia los años inmediatos pasados. Me tomé despacio el té, viendo que sus ojos recorrían
tiempos invisibles que no conocí. Entonces, yo le dije que no se me hacía necesario visitar a quien fuera
su doméstica y me contestó que no hacía falta, que ahora ella se bastaba sola para hacer el quehacer, y estaba
lista para combinar sus vestidos y hacerlos lucir con las joyas, y para recibir las visitas de sus amigos y ex pretendientes y, sobre todo esperaba una sorpresa y el regreso de aquel guapo y educado enamorado de Silao, que en su segundo viaje a Bolivia le prometió volver.
Por díceres de todo el pueblo el joven nunca volvió a Guanajuato porque la política lo llevó a embajadas
muy distantes, en donde terminó arraigado perdido entre las letras de literatos y musas de ensueños.
Tomado del libro
Guanajuato de mis recuerdos
de Gloria Juárez Sandoval
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