Las sirenas de la Presa del Encino
Leyendas de Guanajuato
En nuestra ciudad podemos encontrar varios rincones maravillosos, unos más que otros, pero todos son distintivos de Guanajuato, lo mismo podemos admirar imponentes cerros que pequeños arroyos, estanques, y presas.
La historia que nos ocupa ahora es una de enamorados, y ocurrió hace muchos años en lo que era la Presa del Encino, que se encuentra justo detrás del Cerro Trozado, más allá del Pueblito de Rocha, a un lado del camino que va a Marfil. Esta presa fue construida en la cañada formada entre dos pequeños cerros.
Las aguas que se mecían en esa presa eran quietas, pero en el fondo se agitaban, guardaban grandes misterios y no reflejaban las tragedias que ahí se habían vivido. Hasta nuestros días la Presa del Encino guarda un gran secreto, pues ahí ocurrió una tragedia terrible, una historia de un amor de dos jóvenes que…
Nuestra historia da comienzo en el año de 1700 cuando llegó a la Mina de San Juan de Rayas a trabajar Luis, joven de 20 años, buen mozo, y que a pesar de su humilde oficio de minero era muy inteligente.
Luis Rentería siempre fue muy buen compañero y mejor trabajador, pero a pesar de eso carecía de amigos y no había tenido nunca novia. Era romántico y muy noble, pues su madre le había enseñado a amar todo, la naturaleza, las personas, las aves, en fin, todo lo que vivía en la tierra era admirado por el muchacho, quien daba gracias a Dios por haber creado tantas cosas bellas y por permitirle verlas.
Todas las noches, de regreso a casa, Luis caminaba a la luz de la luna, admiraba las flores, la noche, las estrellas y la luna, ésta era su mayor inspiración, pues en ella se reflejaba su amor a la vida.
Siempre que podía caminaba por el borde de la Presa del Encino, pues se recreaba con el aroma de los lirios que flotaban en las aguas, admirándolos y perdiéndose en su fragancia. Y fue en una de esas deliciosas caminatas donde al reflejo de la luna, cuando como entre sueños creyó ver (¿o vio?) una figura femenina y delgada que se perdía en el agua, a la vez que cantaba una triste y delicada canción de amor.
Al principio asustado y después intrigado, Luis corrió hacia donde vio la figura, pero… nada; no se escuchaba el menor ruido ni se veía movimiento alguno, solo un aroma intenso a lirio impregnaba el ambiente.
A partir de esa misteriosa noche el joven minero no encontró sosiego y en su diario recorrido acudía a la presa para ver si volvía a ver aquella mujer que lo dejó asombrado y poder ver si era real o no.
Y así, en una de tantas visitas a la presa, por fin vio que de las aguas de la presa, exactamente bajo un rayo de luna, emergía la mujer que le quitaba el sueño a Luis, de esbelta figura, vestida toda de blanco y entonando una delicada canción de amor, le sonreía y lo invitaba a acercarse a ella.
Luis embelesado por la belleza de aquella irreal mujer no reparó en nada, simplemente se dejó arrullar por el triste canto de la dama, quien le extendía su mano para que la acompañara dentro de las aguas y con dulcísima voz le susurraba al oído:
–Ven, Luis; te amo, te estaba esperando, sabía que ibas a estar hoy conmigo, acompáñame al fondo de la presa, te tengo reservada una gran sorpresa en mi palacio.
El muchacho no acertaba a decir palabra alguna, simplemente estiró su brazo, y al momento de hacerlo, la voz de doña Mercedes, su madre, acabó con el encanto. A su vez la extraña mujer de las aguas la mujer desapareció y Luis quedó intrigadísimo con lo que pasaba.
–¿Qué te pasa, hijo? –le preguntaba doña Mercedes–; estás de lo más extraño, hoy es tu día de descanso y te la pasaste todo el tiempo aquí en la presa. ¿Ocurre algo que no sepa yo?, ya es muy tarde y no has comido.
Y como si despertara de un sueño, Luis contestó meneando la cabeza negativamente y así, callado, regresó a casa con su madre.
Mas al día siguiente salió de su casa una vez que todos se habían dormido y desesperado llegó a la Presa del Encino, más no vio a su amada, en vano la llamó, le gritó su amor bajo la luz de la luna, ya en su desesperada angustia se desvistió y se tiró al agua y justo en medio de ella y bajo un rayo de luna, pidió a Dios con todas sus fuerzas que lo llevara con ella, pero nada sucedió y tuvo que regresar a casa.
Ese ritual lo siguió durante meses, era ya el mes de febrero sin que la mujer de blanco apareciera de nuevo, entonces lo que parecía perdido y que jamás volvería a suceder, pasó: Luis llegó a la presa, se desvistió y se tiró al agua, y al llegar al centro gritó de nuevo su amor a la mujer de blanco bajo un tímido rayo de luna, y de pronto, no lo podía creer, ahí estaba su amada que lo miraba tiernamente y entonaba su misma triste canción, al momento que le extendía los brazos diciéndole que lo amaba.
De pronto el tañer de las campanas de la cercana iglesia comenzaron a sonar tristemente, y sin saber porqué, Luis sintió un escalofrío que recorrió su espalda y quiso huir, pero no pudo, algo lo ataba a la presa, su amada lo llamaba y él pensaba en su madre, en su trabajo, no sabía qué hacer, algo le impedía salir del agua.
–Te amo –le dijo la mujer de blanco–, te necesito conmigo, ven conmigo a mi palacio, al fondo de la presa con mis hermanas, te amo, no me abandones otra vez.
Entonces, por fin, Luis vio a su amada por vez primera a la cara. Era preciosa, poseía unos ojos verdes como esmeraldas, su piel era rosada y su rostro denotaba que no rebasaba los 16 años, sus cabellos eran plateados como el rayo de la luna, más su piel además de suave y aterciopelada, era fría como la nieve de invierno. Luis quiso tomar sus manos para besarlas y decirle que estaba dispuesto a todo por ella, pero en ese instante la dama se desvaneció, se perdió en el agua al tiempo que le suplicaba que la acompañara, que no la abandonara.
Todo fue en vano, algo pasó, la figura de doña Mercedes se interponía entre los dos, quizá su amor de madre le indicaba que su hijo estaba en peligro, fue tal la impresión de lo que sucedía, que Luis perdió el cono-cimiento recuperándolo tiempo después en su casa.
Al día siguiente, 14 de febrero, después de prometer a su madre que sólo ese día iría de nuevo a la presa, regresó al lugar donde estaba aquella mujer de blanco, a la que llamó a gritos, más no aparecía, hasta que de pronto Luis se adentró en las aguas y la vio, mientras ella más enamorada que nunca lo tomó de la mano, juntos entonaron su triste canción de amor, y desaparecieron, no sin antes dejar un aroma a lirios impregnados en el ambiente.
Al día siguiente unos arrieros que trasportaban su mercancía rumbo a Silao descubrieron a la orilla de la presa un cuerpo inerte, tirado boca abajo, y al voltearlo para ver quién era, descubrieron que era el joven minero enamorado, como ya se le conocía; en su cara se veía una felicidad infinita y en su cintura se podían ver claramente las huellas de un abrazo macabro, posiblemente el que su amada le dio como bienvenida a su mundo.
El más viejo de los arrieros comentó: –Son las sirenas del mar que aparecen en la presa las que se lo llevaron, cada año cobran una víctima y se lo llevan para que las amen toda la eternidad, ahora tocó a este joven, descanse en paz. Y santiguándose los arrieros apresuraron el paso dejando el cadáver de Luis donde estaba.
Y a partir de entonces, cada 14 de febrero, cuando la luna deja caer sus rayos plateados justamente en el centro de la presa, hay quien asegura ver una pareja de enamorados cantando y perdiéndose en las aguas tomados de la mano.
Y los vecinos de los alrededores, supersticiosos como eran, en la cortina de la Presa del Encino pusieron una hornacina con la figura de un santo para así impedir que los enamorados que un día se sumergieron en las aguas, siguieran apareciendo en el agua cada año, el 14 de febrero. Y hoy, con el paso del tiempo, todo ha ido destruyéndose, de la presa sólo queda la oquedad, y los alrededores se llenaron de casas; pero aún así hay quien asegura que el Día del Amor se escuchan cantos tristes, y que al reflejo de la luz de la luna se distinguen tenuemente las siluetas de aquella pareja.
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