Una noche con la muerte

Han transcurrido muchos años de esto que voy a relatar, y sin embargo todavía me queda la impresión de aquella noche sombría en que estuve de visita en la casa de la muerte

La tarde del 2 de noviembre de 1925, día de los fieles difuntos, me encaminé al cementerio municipal para llevarle un ramo de flores a Telina, prima hermana mía, que se había au-sentado para siempre ese mismo año, cuya separación había dejado un inmenso dolor en el hogar y en mi corazón.

Esa tarde el recinto de la muerte era un inmenso jardín matizado de flores y coronas, que adornaban tumbas, nichos, mausoleos y monumentos.

Una enorme cantidad de visitantes llenaba la mansión donde la vida descansa en el sueño eterno. Mujeres llorosas hacían destacar su hermosura con su tocado negro, viudas llevando en brazos al último vástago nacido en la orfandad.

Hombres de mirada triste postrados junto a las tumbas guardadoras de los despojos de sus seres amados. Pequeñuelos jugando junto a un montículo de tierra recién removida, donde acababan de sepultar un cuerpo. Allí cerca, la oración fervorosa mezclada con sollozos en labios de una mujer deshecha en llanto, pidiendo descanso eterno para el ausente. La plegaria del viento que se espacia entre el follaje de los cipreses y el arrullo de la torcaza despidiendo los últimos reflejos de la tarde que se iba por el ocaso, como se nos va la vida.

La noche llegó con su cargamento de estrellas, y el manto de sombras cubrió el contorno de las montañas.
De la ciudad subió el quejumbre funeral de las campanas tocando a muerto, cuyo sonido hacia más triste la fisonomía de la tarde. Los deudos y visitantes abandonaron el cementerio que se quedó silencioso y lleno de flores.

Ya trasponía yo la puerta de hierro para salir, cuando me saludó don Isaac, el viejo enterrador que se había acostumbrado a vivir esta noche entre los muertos. Iremos al subterráneo donde están las momias para que vea lo que hacen y dicen éstos despojos.
Aquella invitación me sorprendió y me llenó de horror. Negarme era tanto como demostrarle miedo y a la vez desconocer lo que hacen esos cuerpos que un día tuvieron vida. Al aceptarle yo esa proposición, volvió a decirme:


“–Así me gustan, que no tengan miedo. El otro año invité a dos amigos y nomás de pensar que irían con las momias, uno se enfermó del susto y el otro desde entonces no me habla.”
En ese momento llegó su hijo Juan Antonio con la merienda: champurrado, leche y puerquitos de granillo. Me ofreció y comí de aquello.

Abajo, a través de la puerta de hierro, Guanajuato esplendía con sus miles de luces como cocuyos prendidos en los cerros. La campanas había cesado de doblar y el silencio era imponente. Después de permanecer casi una hora sentados, contándome que él había visto de cerca a la Llorona y a un jinete sin cabeza, me invitó a que fuéramos a la capilla a rezar un rosario de difuntos por el alma de Cirilo el degollado, cuya cabeza se encontraba en el altar.

Al llegar a la puerta de la capilla, salieron graznando dos lechuzas, esos animalitos vienen aquí todas las no-ches a beberse el aceite de la lámpara que alumbra el recinto.
La capilla presentaba un aspecto sombrío, la luz parpadeante de la lámpara proyectaba un débil reflejo, dándole a las cosas formas lúgubres y misteriosas, allí estaba la cabeza apergaminada de Cirilo que murió del susto al saber que iba a ser fusilado.

–Cada año le crece un centímetro el pelo de la barba y la cabeza. A muchas personas les ha hecho milagros.
Terminado el rosario le dijo a su hijo:
“–Hoy mi amigo y yo vamos allá abajo, y para que ninguno de los dos nos salgamos, cierras con candado el escotillón de la escalera y hasta mañana a las seis nos abres”.

Enseguida nos dirigimos a la puerta de entrada. El bajó primero, y yo lo seguí. Un frío helado como la caricia de la muerte tocó mi cara. A tientas bajé los escalones porque la oscuridad era completa.

“–Aquí no hay que fumar –me dijo al oído- ni debemos hablar en voz alta, sino quedito para no turbar el reposo de estos cuerpos”.
Guardamos silencio cerca de dos horas, que para mí fueron siglos.
“–¡Oiga!, me dijo”.
Y yo comencé a escuchar un murmullo tenue como de voces lejanas y melodiosas, algo así que venía de ig-notos lugares.
“–Todos los años a la media noche del dos de noviembre se escucha todo eso que vamos a oír… son las almas de estos difuntos que empiezan a rezar… son voces de hombres y mujeres que musitan oraciones. Después los escucharemos cantar”.

Y efectivamente, rezaban oraciones que para mí eran desconocidas por la forma tan distinta a las que se escuchan en los templo. Oraciones que se iban diluyendo en las argentinas voces de esas bocas desdentadas y secas. Esas bocas que creemos enmudecidas para siempre.
Después callaron, y el silencio profundo volvió a reinar. A veces el aire de la noche silbaba lúgubre al entrar por las claraboyas.

“–Ahora van a cantar -me dijo don Isaac-”.
Del fondo de la galería se inició un canto que no era de este mundo. Algo así que tenía una rara sinfonía con matices de concertina y salterio, que cautivaba mis oídos por la dulzura de su acento.
Cantaban muchas voces y cada una tenía un tono diferente de cuyo conjunto brotaba una melodía inefable y tierna.
Aquellos cantos me atraían. Lejos de acobardarme serenaban mis nervios y serenaban mis oídos. Había voces quejumbrosas, otras cristalinas y exquisitas, las de más allá graves y esotéricas. Porque eran de hombres que acompañaban con sus lamentos musicales a las mujeres.
La oscuridad del recinto y lo avanzado de la hora, hacían que los cantos me fascinaran por su acento melodioso y expresión diáfana, ya que las sombras de la noche me ayudaban a imaginarme que se trataba de voces vivas y no de muertos. Voces que tenían la dulzura de bocas que cantaban con el sentimiento dulce y emotivo de quienes expresan en un arpegio lo que no es capaz de expresarse de otra forma.
Poco a poco fue alejándose el coro de voces como si se alejarán lentamente hasta quedar en una tenue musicalidad que se volvía divina, doliente y apacible.
Después, todos callaron simultáneamente y el silencio volvió a enseñorearse de la obscuridad, un silencio de tumba, imponente como el misterio de la misma eternidad.
“–No tardan en llorarme -informó don Isaac-”.
A los pocos momentos comenzamos a escuchar la voz sollozante de una mujer que en forma desesperada modulaba palabras que se confundían con un prolongado lamento, como si algo le obstruyera su respiración, para enseguida quedarle solo un ronquido como estertor agónico, conmovedor y espantoso.
“–A esa muchacha la enterraron vi-va y lo que acabamos de oir es la re-petición de la tragedia que vivió cuando volvió del ataque cataléptico y se encontró bajo tierra y encerrada en un ataúd, le faltaba la respiración y movimiento.
Momentos más tarde se oyó otra vez el timbre cristalino que decía:
“–¡Qué inmensa es la eternidad! ¡Dios mío!. Hace muchos años que espero la visita de los míos pero me han olvidado. Yo que los recuerdo tanto a cada instante, y sin embargo ellos no han vuelto…” Terminó sollozando….
“–¡Bendito sea Dios!. Ahora con los ojos del alma puedo verlo todo. Yo que nací y morí con los deseos de conocer un rayito de sol, ahora se iluminan las sombras de este camino in-finito que no terminará nunca.”
Así hablaba una mujer que nació ciega.
“–Qué horrible es estar muerta sin tener la dicha de volver a ver al hombre que fue la ilusión más bella de mi vida… su abandono y su olvido me aterran más que esta soledad… ¡Se-ñor, perdónale su ingratitud porque todavía sigo queriéndolo!” –decía otra.
“–Virgen Santísima, te pido por tu amor al Niño Jesús, me cuides a mi esposa y a mis hijos que hoy van solos por el mundo sufriendo su orfandad y llorando esta ausencia que no tiene regreso” –dijo la voz sollozante de un hombre.
“A mí me fusilaron aquí. ¡Qué horribles son los instantes que preceden a la muerte! Las bocas de los fusiles son espantosos y de una ferocidad siniestra… las balas al entrar queman el cuerpo, y la dolencia es tremenda… mis padres aún me esperan en un pueblito del norte.”
“–Ese que habló fue un revolucionario que ejecutaron los villistas” –me decía don Isaac.
Siguieron escuchándose voces de ruego y de perdón que se alzaban al cielo en busca de misericordia.
Después, otra voz de acento profundo y misterioso comenzó a rezar una especie de letanías, la que era contestada en coro por los demás, con ésta frase muy clara:
“-Señor, que muy pronto nos volvamos a reunir con los nuestros”.
No supe a qué hora me quedé dormido. Tal vez a causa de las extraordinarias impresiones recibidas por todo lo que oí, o por no sé qué motivos, el caso es que tuve una extraña revelación en el sueño.
Soñé que las almas de todos esos cuerpos regresaban de la nada para reintegrase a ellos. Que la muerte era una nueva vida donde volvían a encontrarse los que se habían amado en la tierra. Que era una dicha morir para reunirse con los seres queridos, donde ya nadie los volverá a separar, porque allí la compañía es eterna en la que no hay dolor, ni tristeza, ni lágrimas… Que el dolor de los que se quedan es tan inmenso como el de los que se van y sólo termina hasta que tienen la dicha de reunirse en la eternidad.
Que morir es una transmigración que no debe espantar a nadie, porque es la verdadera vida donde nos volveremos a ver los que nos hemos amado mucho en la tierra.
Uno de esos cuerpos me invitó para que me asomara a la eternidad unos momentos, para que la conociera. Sentía ya la presión de la mano que oprimía mi brazo de quien me iba a conducir hacia el más allá. Era una silueta blanca y vaporosa, con figura de mujer, que me insinuaba a que la acompañara, para quedarme allí con ella para siempre.
En eso desperté. Por las claraboyas de la galería entraba la tenue claridad del amanecer. Don Isaac estaba de pie junto a mí, fumándose un cigarrillo.
A los pocos minutos abrieron la puerta del escotillón y se escucharon pasos que bajaban por la escalera. Era su hijo Juan Antonio que iba por no-sotros.
Dirigí una mirada hacía los cuerpos momificados. Allí estaban silenciosos y fríos, con sus muecas trágicas y en la misma posición que conservan desde hace muchos años.
Nos alejamos de allí. Subimos la escalera. El aire mañanero refrescó mi cara y tonificó mis nervios… Había vuelto de la eternidad.
El alba ponía un tono de belleza en aquel conjunto de tumbas, de cruces y de monumentos. Allá abajo, Guanajuato dormía plácidamente al amparo de las últimas sombras de la noche, que poco a poco se desvanecían entre los callejones embrujados, ante la llegada de la aurora de este mundo.

Tomado de Relatos
y sucedidos en Guanajuato.

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